Roberto Molina
Tan solo tres semanas después del desastre natural y la tragedia humana de Haití empieza a ser olvidada. Atrás quedan los más de ciento cincuenta mil muertos y sus más de trescientos mil heridos, se olvidan los huérfanos y una ciudad en ruinas.
El rostro de la miseria que de por si circulaba con licencia por las calles hoy se hace más visible. Las televisoras empezaron a retirar a sus corresponsales y los que aún quedan solo muestran imágenes de un estado fallido. La desesperación, la barbarie, la inoperancia de los grupos de la ONU y de los militares estadounidenses.
Haití solo existe como crónicas donde los ricos ayudan a los pobres y donde estos no son capaces siquiera de organizarse. Este es el país que cansadamente nos hacen ver los medios de comunicación pero ¿será realmente esto lo que está pasando?
Terminado el terremoto la misión de la ONU fue incapaz de ir más allá de rescatar a sus propios muertos y aunque no se menciona por ningún lado, fueron los haitianos quienes iniciaron los primeros esfuerzos para rescatar a los haitianos y a algunos otros. Tal es el caso del embajador de Taiwán a quien sacaron de los escombros.
Así, un ejército de hombres y mujeres rescataron personas con vida lo mismo en Nérette y Morne Hércules y en los barrios más afectados como Pétion Ville y retiraron cientos de cadáveres. Todo esto se dio antes de la llegada de la ayuda internacional y de que se restableciera la distribución de gasolina.
La gente empezó a colocar a los muertos a las orillas de las calles mientras las reservas magras de alimentos se acababan y el hambre los alcanzaba.
En el aeropuerto, la ayuda internacional no dejaba de llegar y las bodegas se encontraban llenas. Sin embargo, como si se tratara de una consigna, la distribución no se realizaba llevando al limite a una sociedad civil ya desesperada. La inoperancia de las fuerzas militares de elite de algunos países parecía más bien una franca provocación a la exasperación y al hambre.
De ahí que los jóvenes se empezaran a organizar en pandillas y se iniciara el caos y la anarquía, esa que al parecer, premeditadamente se quería mostrar al mundo.
Haití parece hoy lo que es, una zona damnificada y el síndrome de mantener estructuras de dominación brota en algunos países de primer mundo.
La gente no tuvo tiempo de llorar a sus hijos, a sus hermanos, a sus seres queridos, la gente guardó sus lágrimas ante la impotencia.
El pueblo haitiano acostumbrado a resistir siempre, sabe perfectamente que lo peor aún está por venir. A una tragedia natural le siguió la desgracia humana de la inoperatividad, el desorden, el caos y lo peor, ante los ojos del mundo terminaron con lo último que les quedaba su dignidad.
Hoy Haití no necesita reconstruirse sino construirse, iniciar la ruta de los sueños de la soberanía alimentaria, de los empleos y la organización comunal esa que al final del túnel les permitirá levantar los ojos al cielo y llorarle a sus muertos.
Porque hoy, Haití no tiene lágrimas.
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